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La tienda roja (Spanish Edition) By Anita Diamant
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Review
“Una novela viva e intensa... Sería tentador decir que La tienda roja es lo que la Biblia podría haber sido si hubiera sido escrita por mujeres, pero tan sólo Diamant habría podido dotarla de tanta profundidad y gracia.” (The Boston Globe)
About the Author
Anita Diamant es la autora de Good Harbor, The Last Days of Dogtown, Day After Night, The Boston Girl y una colección de ensayos, Pitching My Tent. Es una distinguida periodista y sus artículos se han publicado en The Boston GlobeMagazine y Parenting. Es la autora de seis guías sobre la vida judía contemporánea. Anita vive en Massachusetts. Visite su pagina web en AnitaDiamant.com.
Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.
La Tienda Roja 1
La historia comenzó el día que apareció mi padre. Raquel llegó corriendo al campamento, sus rodillas subían y bajaban, gimiendo como una ternera separada de su madre. Pero antes de que nadie pudiera reprenderla por comportarse como una muchacha salvaje, comenzó a hablar de modo entrecortado de un extraño que estaba junto al pozo, y las palabras le salían de la boca y se esparcían como agua sobre la arena.
Un salvaje sin sandalias. El cabello revuelto. La cara sucia. La besó en la boca, un primo, hijo de su tía, que había dado de beber a las ovejas y las cabras en el pozo y había echado a los vagabundos de allí.
—Pero ¿qué dices? —preguntó su padre, Labán—. ¿Quién ha llegado al pozo? ¿Quién lo acompaña? ¿Cuántos sacos trae?
—Se va a casar conmigo —dijo Raquel resueltamente, una vez que hubo recuperado el aliento—. Dijo que yo soy para él y que se casaría conmigo mañana, si pudiera. Vendrá a pedírtelo.
Lía se puso furiosa ante el anuncio.
—¿Casarse contigo? —dijo, cruzando los brazos y echando atrás los hombros—. Hasta dentro de un año no estarás en condiciones de casarte —dijo la hermana mayor, que, aunque sólo tenía unos años más que Raquel, ya obraba como la regente de los pequeños dominios de su padre. A la administradora de catorce años de la casa de Labán le gustaba adoptar un tono arrogante y maternal con su hermana.
—¿Qué es todo esto? ¿Y cómo es que llegó a besarte?
Era una infracción terrible a las costumbres, aunque viniera de un primo y aunque Raquel fuera tan joven que se la podía tratar como una criatura.
Raquel se mordió el labio inferior de un modo que habría sido infantil sólo unas horas antes. Algo había pasado desde que abrió los ojos aquella mañana, cuando el asunto más importante que tenía en mente era encontrar el lugar donde Lía escondía la miel. Lía, la muy asna, nunca la compartía con ella, sino que la guardaba para los invitados y sólo daba a probar un bocado a la pequeña Bilhá y a nadie más.
En aquel momento, Raquel sólo podía pensar en el extraño de pelo largo cuyos ojos habían encontrado los suyos; el reconocimiento la había hecho estremecer hasta los huesos.
Raquel sabía lo que Lía quería decir, pero el hecho de que ella todavía no hubiera comenzado a sangrar ya no significaba nada, al menos para ella. Y le quemaban las mejillas.
—¿Qué es esto? —dijo Lía, de pronto divertida—. Está enamorada. Mírenla —dijo—. ¿Han visto alguna vez que esta niña se pusiera colorada?
—¿Qué es lo que te ha hecho ese hombre? —preguntó Labán gruñendo como un perro que husmea la presencia de un intruso en su territorio. Cerró los puños, frunció el ceño y concentró toda su atención en Raquel, la hija a la que nunca había pegado, la hija a la que rara vez miraba a la cara. Ella lo había asustado desde el mismo día en que nació, una irrupción violenta, desgarradora que había matado a su madre. Cuando la criatura finalmente salió, las mujeres quedaron desconcertadas al ver que algo tan pequeño, una niña, había causado tantos problemas durante varios días, y le había costado a su madre tanta sangre y, finalmente, la vida.
La presencia de Raquel era poderosa como la de la luna, e igualmente bella. Nadie podía negar su belleza. Incluso cuando yo, de pequeña, rendía culto a la hermosura del rostro de mi madre, sabía que la belleza de Lía palidecía ante la de su hermana menor, cosa que siempre me hizo sentir como una traidora. Sin embargo, negarlo habría sido como negar el calor del sol.
La belleza de Raquel era extraña y cautivadora. El cabello castaño tenía un brillo de bronce y la piel era dorada, como la miel, perfecta. En aquel fondo ámbar, sus ojos eran sorprendentemente oscuros, no castaño oscuro sino profundamente negros. Negros como la obsidiana pulida o como la profundidad de un pozo. Aunque era diminuta, de huesos pequeños y, aun después de haber tenido hijos, de senos poco salientes, tenía manos firmes y una voz grave que parecía pertenecer a una mujer mucho más corpulenta.
Una vez oí discutir a dos pastores acerca de cuál era la mayor cualidad de Raquel, un juego al que yo también había jugado. Para mí, el detalle más maravilloso de la perfección de Raquel eran sus mejillas, altas y marcadas sobre el rostro, como higos. Cuando era pequeña quería tocarlas, como si quisiera alcanzar una fruta que aparecía si ella sonreía. Cuando me di cuenta de que no podía cogerlas, las lamía, para probar su sabor. Esto hacía reír a mi hermosa tía hasta que se le contraía el vientre. Me quería más que a todos sus demás sobrinos juntos, por lo menos eso decía mientras tejía con mis cabellos unas complicadas trenzas, una labor para la que faltaba paciencia o tiempo a las manos de mi madre.
Es casi imposible exagerar la belleza de Raquel. Desde que era una recién nacida, era como una joya a la que todos llevaban de un lugar a otro, un ornamento, un raro placer, la niña de ojos negros y cabello dorado. Su sobrenombre era «Tuki», que significa «Dulzura».
Todas las mujeres compartieron el cuidado de Raquel cuando su madre, Huná, murió. Huná era una hábil partera conocida por su risa gutural y muy llorada por las mujeres. Nadie protestó por tener que atender a la huérfana de Huná, e incluso los hombres, sobre los que los recién nacidos ejercían tanta fascinación como los fogones, se detenían para pasar las encallecidas manos por sus notables mejillas. Luego se levantaban oliéndose los dedos y moviendo la cabeza.
Raquel olía como el agua. ¡De verdad! Por donde ella pasaba quedaba un olor de agua fresca. Era un aroma increíble, verde y delicioso; en aquellas polvorientas colinas era el olor de la vida y la salud. De hecho, durante muchos años, el estanque de Labán fue la única razón por la cual su familia no murió de hambre.
Desde el principio se pensó que Raquel podía ser una zahorí, una persona capaz de encontrar pozos escondidos o ríos subterráneos. La joven no cumplió aquellas expectativas, pero sin que se supiera cómo, el olor del agua dulce iba pegado a su piel y permanecía en su ropa. Cuando se perdía alguno de los niños, más de una vez se encontró al pequeño travieso profundamente dormido entre sus mantas, chupándose el dedo pulgar.
No era extraño que Jacob quedara hechizado en el pozo. Los otros hombres se habían acostumbrado a las miradas de Raquel y también a su asombroso olor, pero para Jacob tuvo que ser como una aparición mágica. La miró fijamente a los ojos y quedó hechizado. Cuando la besó, Jacob gritó con la voz del hombre que yace con su mujer. El sonido despertó a Raquel, la alejó para siempre de la infancia.
Apenas hubo tiempo de escuchar a Raquel describiendo el encuentro antes de que el propio Jacob apareciera. Se dirigió a Labán, y Raquel observó a su padre evaluando al recién llegado.
Labán se fijó primero en las manos vacías, pero también vio que la túnica y la capa del extraño eran de buen material, su cantimplora era de buena factura, el mango del cuchillo estaba hecho de hueso tallado y bruñido. Jacob se plantó directamente ante Labán y, dejando caer la cabeza, se presentó:
—Tío, yo soy el hijo de Rebeca, tu hermana, la hija de Najor y Milká, de quienes tú también eres hijo. Mi madre me ha enviado a ti, mi hermano me ha perseguido hasta aquí, mi padre me arrojó hacia ti. Te contaré toda la historia cuando no esté tan sucio y cansado. Busco tu hospitalidad, que es famosa en estas tierras.
Raquel abrió la boca como para hablar, pero Lía apretó el brazo de su hermana y le lanzó una mirada feroz; ni siquiera la juventud de Raquel podía excusar que una niña hablara cuando dos hombres conversaban. Raquel dio pataditas en el suelo y tuvo pensamientos terribles sobre su hermana, aquella urraca mandona, aquella cabra bizca.
Las palabras de Jacob acerca de la famosa hospitalidad de Labán eran una amable mentira, porque Labán estaba cualquier cosa menos complacido ante la aparición de su sobrino. Pocas cosas producían placer al anciano, y los visitantes con hambre siempre eran sorpresas desagradables. Sin embargo, no había nada que hacer; tenía que atender la petición de su pariente y no había forma de negar el parentesco. Jacob conocía los nombres y Labán reconoció el rostro de su hermana en el del hombre que tenía delante.
—Eres bienvenido —dijo Labán sin sonreír ni devolver el saludo al sobrino. Mientras daba media vuelta para alejarse, hizo una señal con el pulgar a Lía, para encargarle de aquella molestia. Mi madre asintió y volvió la cara hacia el primer hombre adulto que no miró para otro lado al tener delante sus ojos.
* * *
La visión de Lía era perfecta. De acuerdo con una de las leyendas más ridículas de la historia de mi familia, ella echó a perder sus ojos al derramar un mar de lágrimas ante la perspectiva de casarse con mi tío Esaú. Quien crea esto también podría terminar comprando una esponja mágica que hiciera que todos los que lo miraran languidecieran de amor.
Pero mi madre no tenía ojos débiles ni enfermos ni legañosos. La verdad es que sus ojos hacían sentir mal a los demás y la mayoría de la gente prefería rehuirlos; uno era azul como el lapislázuli y el otro verde como la hierba de Egipto.
Cuando nació, la partera gritó que lo que había salido del vientre de su madre era una bruja y que tendrían que ahogarla antes de que atrajera la maldición sobre la familia. Pero mi abuela Adá dio una bofetada a aquella necia y maldijo su lengua.
—Enséñame a mi hija —dijo Adá en voz tan alta y con tanta arrogancia que hasta los hombres que estaban fuera pudieron oírla. Adá puso por nombre a la última de sus descendientes Lía, que significa «ama», y rogó que aquella hija viviera, puesto que ya había enterrado a siete hijos e hijas.
Muchos quedaron convencidos de que la recién nacida era un demonio. Por alguna razón, Labán, que era el alma más supersticiosa que se pueda imaginar (escupía y hacía reverencias cada vez que se volvía a la izquierda, daba aullidos ante cada eclipse lunar), se negó a aceptar las sugerencias de que Lía fuera abandonada en el exterior para que muriera por efecto del aire de la noche. Lanzó alguna suave maldición por el sexo de aquella criatura, pero aparte de eso, el anciano hizo caso omiso de su hija y nunca habló de lo que la distinguía. Entonces las mujeres sospecharon que el hombre ya no podía distinguir los colores.
Los ojos de Lía nunca perdieron la intensidad del color, como esperaban y habían predicho algunas mujeres, sino que la tonalidad de cada uno se hizo más brillante, con lo cual resaltaba más la diferencia, sobre todo porque apenas le crecieron las pestañas. Aunque ella parpadeaba como todo el mundo, el gesto era casi imperceptible, por lo cual parecía que Lía nunca cerraba los ojos. Hasta sus miradas más cálidas semejaban en algo la de una serpiente, y así pocos eran los que soportaban mirarla directamente a los ojos. Los que lo lograban eran recompensados con besos, sonrisas y pan con miel.
Jacob la miró directamente a los ojos, y ya por esto ella le cobró instantáneo afecto. Lía ya se había fijado en él a causa de su estatura. Ella era media cabeza más alta que la mayoría de los hombres que había visto y por eso los había descartado. Sabía que no era justo. Seguramente había buenos hombres entre quienes sólo le llegaban hasta la nariz, pero le asqueaba la idea de yacer con un hombre con las piernas más cortas y débiles que las suyas. Y eso que ningún hombre la había solicitado aún. Sabía que todos la llamaban Lagartija, Ojos de Diablo y cosas peores.
Su rechazo de los hombres bajos había sido confirmado por un sueño en el que un hombre alto le hablaba en secreto. No podía recordar las palabras que le había dicho, pero sí que le habían calentado los muslos y la habían despertado. Cuando vio a Jacob, recordó el sueño y sus extraños ojos se dilataron.
Jacob también miró a Lía favorablemente. Aunque todavía sentía el impacto del encuentro con Raquel, no pudo pasar por alto a Lía. No sólo era alta, sino también bien formada y fuerte. Había sido bendecida con pechos grandes y altos y pantorrillas redondeadas que se podían ver por entre ropas que nunca estaban completamente cerradas. Tenía antebrazos algo varoniles, pero su andar era el de una mujer con caderas prometedoras.
Lía había soñado una vez con una granada abierta que enseñaba ocho semillas rojas. Zilpá dijo que el sueño significaba que ella tendría ocho hijos sanos, y mi madre sabía que aquellas palabras se harían realidad a juzgar por su modo de preparar el pan y la cerveza.
El olor de Lía no tenía misterio. Olía a la levadura que tocaba diariamente al preparar las comidas y bebidas. Tenía el olor del pan y la comida, y, según pareció a Jacob, el olor del sexo. Se fijó en su estatura y se le hizo la boca agua. Por lo que yo sé, él jamás dijo una sola palabra acerca de los ojos de Lía.
* * *
Mi tía Zilpá, segundo retoño de Labán, decía que recordaba todo lo que le había sucedido. Decía tener recuerdos de su propio nacimiento e incluso del tiempo en que había estado en el vientre de su madre. Juraba que podía recordar la muerte de la madre en la tienda roja, donde se fue debilitando cada vez más desde el momento en que Zilpá llegó a este mundo, no de cabeza, sino de pie. Lía se burlaba de aquellas afirmaciones, aunque no en presencia de su hermana, porque Zilpá era la única capaz de hacer que mi madre contuviera la lengua sobre cualquier asunto.
El recuerdo que tenía Zilpá de la llegada de Jacob no guarda ningún parecido con el de Raquel ni con el de mi madre, pero por entonces Zilpá no sabía casi nada de los hombres, a los que describía como peludos, ordinarios y semihumanos. Las mujeres necesitaban a los hombres para tener niños y para mover cosas pesadas, pero fuera de eso, ella no entendía para qué estaban, y no veía en ellos ningún atractivo. Amaba a los niños apasionadamente hasta que les crecía la barba, pero después apenas era capaz de percatarse de su existencia.
Cuando tuve edad suficiente para preguntar por el día en que había llegado mi padre, ella dijo que la presencia de El, o Elohim, flotaba en el aire que rodeaba a Jacob, razón por la cual llamaba la atención de todos. Zilpá me dijo que El era el dios del trueno, de los lugares altos y de los sacrificios terribles. El podía pedir que un padre se deshiciera de su hijo, abandonándolo en el desierto o acuchillándolo. Era un dios cruel, extraño, extranjero y frío, pero, admitía Zilpá, era un consorte digno de la Reina del Cielo, a quien ella amaba en todas sus formas y nombres.
Zilpá hablaba de dioses y diosas casi más que de la gente. A veces me resultaba pesado, pero ella empleaba las palabras de una manera maravillosa y sus anécdotas sobre Ninhursag, la gran madre, y Enlil, el primer padre, me fascinaban. Componía grandiosos himnos (en los que personas de carne y hueso se encontraban con los dioses y todos danzaban al son de flautas y platillos) y los cantaba con su voz aguda, acompañándose de un pequeño tambor de arcilla.
Desde que tuvo la primera sangre, Zilpá pensó que era una especie de sacerdotisa, guardiana de los misterios de la tienda roja, hija de Aserá, la hermana-Siduri que consuela a las mujeres. Era una idea absurda, ya que sólo los sacerdotes servían a las diosas en los templos de la gran ciudad, mientras que las sacerdotisas servían a los dioses. Además, Zilpá no tenía dotes de oráculo. Le faltaba talento para manipular las hierbas y no podía profetizar ni hacer conjuros, ni leer las entrañas de las cabras. El único sueño que interpretó bien fue el de la granada de ocho semillas rojas.
Zilpá era hija de Labán y una esclava llamada Mernefat, que había sido comprada a un traficante egipcio en los días en que Labán todavía disponía de medios. Según Adá, la madre de Zilpá era delgada, de pelo muy negro y tan silenciosa que era fácil olvidar que tenía capacidad de hablar, rasgo que su hija no heredó.
Zilpá era sólo unos meses menor que Lía, y después de que murió la madre de Zilpá, Adá las amamantó a las dos. De niñas jugaban juntas, eran compañeras y amigas, llevaban juntas al ganado y juntas recogían frutos, componían canciones, reían. Exceptuando a Adá, no necesitaban a nadie más en el mundo.
Zilpá era casi tan alta como Lía, pero más delgada y de pechos y piernas menos robustos. De pelo oscuro y piel de aceituna, Lía y Zilpá se parecían a su padre y compartían la nariz de la familia, al igual que Jacob, un pico de halcón real que parecía hacerse más largo cuando reían. Lía y Zilpá hablaban con las manos, apretando el pulgar y el índice para formar óvalos enfáticos. Cuando el sol las hacía parpadear, aparecían líneas idénticas alrededor de los ojos de ambas.
Pero mientras Lía tenía el pelo rizado, el de Zilpá era lacio y lo llevaba largo hasta la cintura. Era su mayor encanto y no le gustaba tener que cubrírselo. Los tocados le producían punzadas en la cabeza, decía poniéndose la mano en la mejilla con dramatismo cursi. Incluso cuando era pequeña se me permitía reírme de ella. Los dolores de cabeza eran la razón que alegaba para quedarse en las tiendas de las mujeres. No se reunía con todos los demás para disfrutar del sol primaveral o para tomar el fresco en las noches de calor. Pero cuando la luna era joven, delgada y tímida, apenas insinuándose en el cielo, Zilpá se paseaba por el campamento, ondeando su largo pelo, batiendo palmas y entonando canciones para estimular el retorno de la luna.
* * *
Cuando Jacob apareció, Bilhá era una niña de ocho años, no recordaba nada de aquel día.
—Probablemente estaba subida a un árbol, chupándose los dedos o contando las nubes —dijo Lía, repitiendo lo único que recordaba de los primeros años de Bilhá.
Bilhá era la huérfana de la familia. La última hija de la semilla de Labán. Su madre era una esclava llamada Tefnut, una mujer negra y delgada que huyó una noche, cuando Bilhá ya tenía edad suficiente para darse cuenta de que había sido abandonada.
—Nunca se le cerró esa herida —dijo Zilpá con mucha suavidad, porque Zilpá respetaba el dolor.
Bilhá estaba sola en medio de las demás. No exactamente porque fuera la menor ni porque hubiera otras tres hermanas para compartir el trabajo. Bilhá era una muchacha triste y era más fácil dejarla sola. Rara vez sonreía y apenas hablaba. Ni siquiera mi abuela Adá, que adoraba a las niñas pequeñas, acogía en su íntimo círculo a las huérfanas como Zilpá y mimaba a Raquel, pudo conmoverse ante aquel pájaro solitario y extraño que nunca sobrepasó la estatura de un rapaz de diez años y cuya piel era de color ámbar oscuro.
Bilhá no era hermosa como Raquel, ni hábil como Lía, ni rápida como Zilpá. Era diminuta, oscura y silenciosa. Adá se exasperaba al verle el pelo, tupido como el musgo, reacia a someterse a sus cuidados. En comparación con las otras dos huérfanas, a Bilhá la dieron de lado cruelmente.
Abandonada a su aire, trepaba a los árboles y parecía soñar. Desde su punto de observación estudiaba el mundo, las formas del cielo, las costumbres de los animales y de los pájaros. Llegó a conocer a las ovejas una por una, dándole a cada animal un nombre secreto de acuerdo con su personalidad. Un atardecer volvió de los campos y le susurró a Adá que una cabra negra enana estaba a punto de parir gemelos. No era época de cría y aquel animal en particular no había concebido en cuatro temporadas seguidas. Adá negó con la cabeza ante lo que juzgó una tontería de Bilhá y la apartó de su lado.
Al día siguiente, Labán llegó con la noticia de que había sucedido algo extraño en los rebaños y contó lo que Bilhá había dicho el día anterior. Adá se volvió hacia la niña y se disculpó.
—Bilhá ve claramente —dijo Adá a las demás hijas, que contemplaron a la hermana eclipsada y se dieron cuenta, por primera vez, de la bondad que había en sus ojos negros.
Bien mirado, era fácil comprender que Bilhá era buena. Era buena del modo en que la leche es buena, como la lluvia es buena. Bilhá observaba los cielos y los animales, y también observaba a su familia. Desde los rincones oscuros de las tiendas veía a Lía esconder su mortificación cuando la gente miraba. Bilhá era consciente de los temores de Raquel y del insomnio de Zilpá. Bilhá sabía que Labán era absolutamente mezquino, tan mezquino como estúpido.
Bilhá decía que su primer recuerdo claro de Jacob se remontaba al día que nació el primer hijo de él. Era un niño, Rubén, y Jacob estaba entusiasmado. Tomó a su hijo en los brazos y bailó dando vueltas con él alrededor de la tienda roja.
—Era muy amable con el niño —dijo Bilhá—. No permitía que Adá le quitara a Rubén, ni siquiera cuando el pequeño comenzaba a llorar.
—Decía que su hijo era perfecto y un milagro en el mundo. Yo me quedaba junto a él y los dos mimábamos al recién nacido. Contábamos sus dedos y acariciábamos la blanda corona de su cabeza. Nos gustaba contemplarlo y nos sentíamos contentos —dijo Bilhá—. Entonces conocí a Jacob, tu padre.
* * *
Jacob llegó al atardecer la semana de luna llena, tomó una comida sencilla de pan de cebada y aceitunas y durmió exhausto hasta muy entrado el día siguiente. Lía sufrió por la sencillez del alimento que le habían ofrecido, así que al día siguiente se dispuso a preparar una comida como sólo se hacía en las grandes ocasiones.
—Padecí más haciendo aquella comida que todas las demás veces —decía Lía al contarme la historia durante las tardes calurosas e inclementes, mientras movíamos las botijas de angosto cuello para extraer el suero de la leche cuajada de cabra—. El padre de mis hijos estaba en la casa, de eso estaba segura. Vi que estaba fascinado por Raquel, cuya belleza admiré entonces como si no la hubiera visto antes. Sin embargo, me miraba sin echarse atrás; por eso yo tenía esperanzas.
»Maté un cabrito, un macho sin defecto alguno, como si fuera una ofrenda para los dioses. Molí el grano hasta que estuvo tan suave como una nube. Busqué y rebusqué en mis recipientes donde guardaba mis más preciadas especias y utilicé lo que me quedaba de la granada disecada. Mezclé, corté y dispuse las cosas con frenesí, creyendo que él entendería lo que le estaba ofreciendo.
»Nadie me ayudó con la comida, tampoco habría permitido que nadie tocara el cordero o el pan, ni siquiera el agua de cebada. No le habría dejado a mi propia madre verter el agua en una olla —dijo y sonrió tontamente.
Yo amaba aquella historia y pedía que me la contaran una y otra vez. Lía siempre era veraz y decidida, y demasiado sincera para falsearla. Y entonces, mientras contaba la primera comida que hizo para Jacob, se convertía en una niña tonta y gimoteante.
—Fui una idiota —decía—. Quemé el primer pan para tener buena suerte, y rompí a llorar. Hasta sacrifiqué un poco de la siguiente hogaza para que Jacob fuera amable conmigo. Tal como hacemos cuando cocemos los panes para la Reina del Cielo en el séptimo día. Corté un pedazo de pasta, lo besé y lo ofrecí al fuego como una ofrenda de esperanza para que el hombre se fijara en mí.
»Nunca le cuentes esto a Zilpá, si lo haces no oirás nunca el final de la historia —añadía, hablando entre susurros de cómica complicidad—. Claro que si tu abuelo Labán hubiese sabido cuánta comida hice para un mendigo que no trajo más que una tinaja de aceite como regalo, me habría dado de latigazos. Pero le di al anciano tanta cerveza fuerte que no hizo ningún comentario.
»O no hizo mención de mi despilfarro porque sabía que tendría suerte con su pariente. Tal vez comprendió que había llegado un yerno que no pediría una dote muy elevada. Es difícil saber lo que el anciano sabía o no sabía. Tu abuelo era como un buey.
—Como un poste —dije.
—Como la piedra del fogón —dijo mi madre.
—Como una cagarruta de cabra.
Mi madre agitó el dedo hacia mí como si yo fuera una maleducada, pero comenzó a reírse con fuerza, porque hablar mal de Labán era una diversión que sus hijas ponían en práctica a menudo.
Todavía puedo recitar el menú. Cordero con cilantro y macerado en leche agria de cabra, y cubierto con salsa de granada. Dos clases de pan: uno ácimo de cebada y otro de trigo con levadura. Compota de membrillo, higos cocidos con moras y dátiles. Aceitunas, desde luego. Y para beber se podía elegir entre vino dulce, tres clases de cerveza y agua de cebada.
Jacob estaba tan cansado que estuvo a punto de perderse la comida que Lía había preparado con tanto entusiasmo. Zilpá tuvo dificultades para despertarlo y finalmente le echó agua en los hombros, lo cual le sobresaltó de tal modo que extendió el brazo y la golpeó dejándola tendida en el suelo.
Zilpá no estaba del todo contenta con la llegada de Jacob. Notaba que su presencia había cambiado las cosas entre las hermanas y que debilitaría su vínculo con Lía. Le desagradaba porque era mucho más atractivo que los otros hombres que veían, toscos pastores y algún comerciante ocasional que miraba a las hermanas como si fueran un conjunto de ovejas.
Jacob hablaba muy bien y tenía un rostro agradable. Y cuando sus ojos encontraron los de Lía, Zilpá entendió que a partir de entonces sus vidas no volverían a ser las mismas. Estaba dolida y enfadada y se sentía incapaz de impedir el cambio, por más que lo intentara.
Cuando finalmente Jacob se despertó, fue a sentarse al lado derecho de Labán fuera de la tienda, y comió bien. Lía recordaba cada bocado de Jacob.
—Mojaba en el guisado de cordero sin cansarse y se comió tres raciones de pan. Me di cuenta de que le gustaban los dulces y de que prefería la malta con miel a la bebida de sabor amargo que Labán consumía. Ya pensaba que sabía complacer su paladar. Me faltaba saber cómo podría complacerlo en lo restante.
Estos comentarios siempre hacían que mis otras madres soltaran exclamaciones y se golpearan los muslos, porque aunque era una mujer práctica, Lía era también la más sensual de las hermanas.
—Y entonces, después de tanto trabajo, después de toda aquella comida, ¿qué crees que pasó? —preguntaba Lía, como si yo no conociera la respuesta tan bien como conocía la cicatriz curva de la articulación de su dedo pulgar derecho—. Jacob enfermó, eso fue lo que pasó. Vomitó todo lo que había comido. Lo arrojó todo hasta que se quedó débil y quejumbroso. Invocó a El, a Ishtar, a Marduk y a su bendita madre, para que lo libraran de aquel tormento o le permitieran morir en paz.
»Zilpá, la malvada, se deslizaba hasta su tienda para ver cómo seguía y volvía para contármelo, haciendo que pareciera peor de lo que era. Me dijo que estaba más blanco que la luna llena, que ladraba como un perro y que escupía ranas y serpientes.
»Yo sufría y además estaba aterrorizada. ¿Qué pasaba si se moría por culpa de la comida que le había preparado? O, lo que era igual para mí, ¿qué pasaría si se recuperaba y me echaba la culpa de su malestar?
»Como ninguna otra persona se puso enferma con aquella comida que yo había preparado, supe que ésa no era la causa del malestar de Jacob. Pero entonces, tonta como era, comencé a preocuparme de que mi contacto le resultara odioso. O tal vez había hecho mal en ofrecer el pan, dado no en homenaje a un dios o una diosa, sino como un intento de hacer magia.
»Me volví religiosa de nuevo y vertí lo que quedaba del buen vino en nombre de Anath, la que cura. Eso fue la tercera noche, a la mañana siguiente se sintió bien.
Al llegar a este punto, movía la cabeza y añadía suspirando:
—No era un modo muy prometedor de comenzar una historia de amor, ¿verdad?
* * *
Jacob se recuperó con rapidez y se quedó, semana tras semana, hasta que pareció que siempre había estado allí. Se hizo cargo de los rebaños, de modo que Raquel ya no tuvo que seguir a los animales, trabajo que había quedado en sus manos ante la ausencia de varones.
Mi abuelo echaba la culpa del estado de sus rebaños y de su decreciente riqueza al hecho de que todos sus hijos hubieran muerto al nacer o en la infancia, quedándole únicamente las hijas. No tenía en cuenta la indolencia que representaba pensar que sólo un hijo podría hacer que volviera la buena suerte. Consultó a los sacerdotes locales, que le dijeron que sacrificara sus mejores carneros y un buey para que los dioses le dieran un hijo varón. Había yacido con sus esposas y concubinas en los campos, como había sugerido una partera, y todo lo que había obtenido después de tantos esfuerzos era una irritación en la piel y arañazos en las rodillas. En el tiempo en que llegó Jacob, Labán había abandonado toda esperanza de tener un hijo, o de que mejorara su situación.
No esperaba nada de Adá, que ya había pasado la edad de concebir y estaba enferma. Sus otras tres mujeres habían muerto o se habían escapado, y él no disponía de las pocas monedas necesarias para comprar una esclava doméstica, y menos aún para pagar el precio de otra novia. De modo que dormía solo, excepto las noches que subía a las colinas para molestar a los rebaños, como un zagal rijoso. Raquel decía que, entre los pastores, la lujuria de mi abuelo era legendaria.
—Las ovejas huían como gacelas cuando Labán subía la colina —sostenían ellos.
Las hijas lo despreciaban por muchísimas razones, y yo las conocí a todas. Bilhá me dijo que cuando todavía faltaban unos meses para su primera sangre, mientras se encargaba de llevar a mi abuelo la comida del mediodía, él se le acercó y le cogió el pezón con el pulgar y el índice, palpando, como si fuera una cabrita.
Lía también dijo que Labán le había metido la mano bajo la ropa, pero cuando se lo dijo a Adá, mi abuela golpeó a Labán con una mano de mortero hasta hacerle sangre. Rompió los cuernos de su dios doméstico favorito y cuando lo amenazó con maldecirlo para que se cubriera de pústulas y fuera impotente, él juró que nunca volvería a tocar a sus hijas y que pagaría una reparación. Compró pulseras para Adá y todas las hijas, incluidas Zilpá y Bilhá, que por aquella única vez fueron reconocidas como parientes. Y además llevó a la casa una hermosa Aserá, una estatua alta, casi tan alta como Bilhá, hecha por el mejor alfarero que pudo encontrar. Las mujeres la pusieron sobre el bamá, el lugar alto, donde se ofrecían los sacrificios. La cara de la diosa era especialmente hermosa, con ojos rasgados y una sonrisa amplia. Cuando vertíamos vino sobre ella en la oscuridad de cada luna nueva, nos parecía que su boca se ensanchaba todavía más de placer.
Pero eso fue algunos años antes de que Jacob llegara, cuando Labán todavía tenía algunos hombres trabajando para él y cuando sus esposas e hijas llenaban el campamento de olores de comidas y de risas. Cuando mi padre llegó, sólo quedaba una esposa enferma y cuatro hijas.
Aunque Labán parecía contento por la presencia de Jacob, los dos hombres se aborrecían. Aunque tan diferentes como un cuervo de un asno, estaban unidos por lazos de sangre y pronto lo estarían por vínculos comerciales.
Jacob, pronto se vio, era un trabajador voluntarioso con buena mano para los animales, especialmente para los perros. Convirtió a tres perros de raza mixta en buenos pastores. Les silbaba y ellos corrían a su encuentro. Batía palmas y ellos corrían en círculos y hacían que las ovejas marcharan juntas tras él. Les daba una orden y los perros montaban guardia con tal ferocidad que los rebaños de Labán no volvieron a sufrir pérdidas por el ataque de un zorro o un chacal. Y si aparecía algún depredador o bandido, salía corriendo antes de tener que vérselas con los dientes amenazantes de los fieros guardianes.
Los perros de Jacob pronto despertaron la envidia de otros hombres, que se ofrecieron a comprarlos. En lugar de venderlos, cambió un día de trabajo por la comida del perro de fieros ojos de lobo. Cuando la más pequeña de nuestras perras tuvo la carnada del perro lobo, Jacob entrenó a los cinco cachorros y vendió cuatro por lo que parecía una fortuna, que rápidamente convirtió en regalos que probaron lo bien que había llegado a entender a las hijas de Labán. Llevó a Raquel al pozo donde se habían conocido y le dio el anillo de lapislázuli que ella llevó hasta el día de su muerte. Sorprendió a Lía donde ella estaba cardando lana y sin decir palabra le dio tres bonitas pulseras de oro batido. A Zilpá le regaló un pequeño vaso votivo con la forma de Anath, que vertía libaciones por los pezones. Puso una bolsa de sal a los hinchados pies de Adá. Hasta recordó a Bilhá y le dio una pequeña ánfora de miel.
Labán se quejó de que su sobrino no le hubiera devuelto el fruto obtenido con los cachorros, ya que la madre le pertenecía. Pero el viejo fue igualmente recompensado con una bolsa de monedas, con la cual corrió al pueblo y volvió con Ruti. Pobrecilla.
En el plazo de un año, Jacob se convirtió en el administrador de los dominios de Labán. Con sus perros conducía los rebaños, los corderos se alimentaban de hierba tierna, las ovejas pastaban en campos de jugosos arbustos y los carneros adultos exploraban los matorrales. Los rebaños prosperaron tanto que cuando llegó la siguiente esquila Jacob tuvo que emplear a dos muchachos para terminar el trabajo antes de que llegaran las lluvias. Raquel se reunió en el huerto con Lía, Zilpá y Bilhá y ampliaron la plantación de trigo.
Jacob logró que Labán consintiera en sacrificar dos corderos gordos y un cabrito al dios de su padre, en agradecimiento por sus generosos dones. Lía preparó panes con el precioso caudal de trigo y el sacrificio se llevó a cabo como Jacob indicó. A la manera de sus padres, quemó hogazas enteras y las mejores partes de los animales en lugar de sólo unos trozos. Las mujeres murmuraban entre sí a causa del derroche.
Fue un año de cambios para mi familia. Los rebaños se multiplicaron, el grano floreció y había un matrimonio en perspectiva. Porque un mes después de su llegada, Jacob había preguntado a Labán el precio de la dote de Raquel, tal como ella había contado el primer día. Como estaba claro que el sobrino no tenía medios ni propiedad, Labán pensó que podría obtener un trabajador a bajo precio y con toda magnanimidad le ofreció a su hija a cambio de siete años de servicio.
Jacob se rió ante la idea.
—¿Siete años? Estamos hablando de una muchacha, no de un trono. En el lapso de siete años ella puede estar muerta. Yo puedo estar muerto. Y lo más probable de todo, usted puede estar muerto, anciano. Le ofrezco siete meses —dijo Jacob—. Y en cuanto a la dote, tomaré la mitad de su miserable ganado.
Labán se puso de pie de un salto y lo llamó ladrón.
—Eres hijo de tu madre, en verdad —dijo con ira—. ¿Piensas que el mundo te debe algo? No te hagas el orgulloso conmigo, segundón, o te enviaré derecho al cuchillo de tu hermano mayor.
Zilpá, la mejor espía de todas, contó la discusión explicando cómo regateaban por el precio de mi tía, cómo Labán se enfureció y lo que Jacob le contestó. Finalmente, llegaron a un acuerdo: el precio de la novia sería un año de trabajo. En cuanto a la dote, Labán recordó su pobreza.
—Tengo tan poco, hijo mío —dijo con repentina actitud de amoroso patriarca—. Y ella es un gran tesoro.
Jacob no podía aceptar una novia sin dote. Eso habría convertido a Raquel en su concubina y a él en un tonto por trabajar un año de su vida por una niña que sólo tenía una piedra de moler, una rueca y las ropas que llevaba puestas. De modo que Labán arrojó a Bilhá en el regateo, dando a Raquel la categoría de esposa con dote y a Jacob la posibilidad de tener concubina.
—Además, debes darme el diezmo de las ovejas y cabritos nacidos de los rebaños mientras los cuido durante el año de servicio —dijo Jacob.
Al oírlo, Labán volvió a maldecir a Jacob y siguió la pelea. Pasó una semana hasta que los hombres terminaron sus negociaciones, una semana en la cual Raquel lloraba y se comportaba como una criatura, mientras que Lía decía poco y no servía nada excepto gachas frías de mijo, una comida de duelo.
Cuando llegaron al acuerdo final, Labán fue a ver a Adá para que ella comenzara a planear la boda. Pero Adá dijo que no:
—No somos bárbaros que dan a una criatura por esposa.
Raquel todavía no podía comprometerse, le dijo a su marido. La niña podría parecer lista para casarse, pero todavía no había madurado, no había tenido su primera sangre. Mi abuela alegó que Anath maldeciría el huerto si Labán se atrevía a quebrantar aquella ley y que ella misma encontraría fuerzas para volver a pegar a su marido con el mortero.
Pero las amenazas fueron innecesarias. Labán encontró una ventaja en aquella demora y fue inmediatamente a decir a Jacob que debería esperar hasta que la muchacha estuviera lista antes de pensar en fijar fecha para la boda.
Jacob aceptó la situación. ¿Qué otra cosa podía hacer? Furiosa, Raquel fue a protestar a Adá, que le dio un bofetón y le dijo que se fuera con su furia a otra parte. A su vez, Raquel golpeó a Bilhá, maldijo a Zilpá y amenazó a Lía. Incluso cubrió de polvo los pies de Jacob, llamándolo embustero y cobarde antes de estallar en tiernos sollozos sobre el cuello del hombre.
Comenzó a temer un futuro desgraciado. Nunca le llegaría la sangre, nunca se casaría con Jacob, nunca tendría hijos. Repentinamente, los pechos pequeños y altos de los que había estado tan orgullosa parecían no desarrollados. Tal vez era anormal, un hermafrodita como el ídolo gordo que había en la tienda de su padre, el que tenía un árbol entre las piernas y ubres como una vaca.
Así fue como Raquel trató de apresurar su madurez. Antes de la luna nueva preparó tortas para ofrecerlas a la Reina del Cielo, algo que jamás había hecho, y durmió toda una noche con el vientre pegado a la base del pilar. Pero la luna cambió y volvió a ponerse redonda otra vez, mientras que los muslos de Raquel seguían secos. Se fue caminando hasta el pueblo sola para pedirle ayuda a Inna, la partera más sabia, y ella le dio una infusión de horribles hierbas que crecían en una vaguada cercana. Pero nuevamente volvió la luna nueva y Raquel seguía siendo una niña.
Cuando cambió la luna siguiente, Raquel aplastó moras agrias y llamó a sus hermanas mayores para que vieran la mancha en su manta. Pero el zumo era púrpura, y Lía y Zilpá se rieron al ver las semillas en sus muslos.
Al mes siguiente, Raquel se escondió en su tienda y no salió ni una vez para encontrar a Jacob.
Finalmente, en el noveno mes después de la llegada de Jacob, Raquel tuvo su primera sangre y gritó con alivio. Adá, Lía y Zilpá cantaron una canción excitante, poderosa, que anuncia los nacimientos, las muertes y la maduración de las mujeres. Cuando el sol se ponía sobre el nuevo mes en que todas las mujeres comienzan a sangrar, frotaron alheña en las uñas de los dedos de Raquel y en las plantas de sus pies. Le pintaron los párpados de amarillo, y le pusieron todas las pulseras, gemas y joyas que pudieron encontrar, en los dedos de las manos y los pies, en los tobillos y en las muñecas. Le cubrieron la cabeza con un fino paño y la condujeron a la tienda roja. Cantaron canciones para las diosas, para Innana y Aserá Señora del Mar. Mencionaron a Elath, la madre de setenta dioses, incluyendo a Anath en ese número. Anath defensora de las madres. Cantaron:
¿Qué hermosura iguala la de Anath?
¿Qué belleza iguala la de Astarté?
Astarté está en tu vientre ahora,
tienes el poder de Elath.
Las mujeres cantaron todas las canciones de bienvenida mientras Raquel comía miel de dátiles y tortas de trigo que imitaban la forma vagamente triangular del pelo que las mujeres tienen en el bajo vientre. Bebió todo el vino dulce que pudo. Adá le frotó los brazos, las piernas, la espalda y el vientre con aceites aromáticos, hasta que Raquel se quedó casi dormida. Entonces la sacaron al campo, donde se unió a la tierra. Raquel estaba aturdida por los placeres y el vino. No recordaba cómo sus piernas quedaron cubiertas con tierra y pegotes de sangre, y sonreía mientras dormía.
Estaba llena de alegría y expectación, y permaneció en la tienda durante tres días, guardando el precioso fluido en un recipiente de bronce, porque la sangre de la primera luna de una virgen era una poderosa libación para el campo. Durante aquellas horas estuvo más relajada y generosa de lo que nadie recordaba.
Tan pronto como las mujeres se levantaron para abandonar sus ritos mensuales, Raquel pidió que se fijara la fecha de la boda. Ninguno de sus pataleos convenció a Adá de que cambiara la costumbre de esperar siete meses después de la primera sangre. Así se arregló y aunque Jacob ya casi había trabajado un año para Labán, el trato se cerró y los siete meses siguientes fueron también para Labán.
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